En la actualidad nuestra religiosidad nos hace ver a las personas
que "no son cristianas" como pecadores y a quienes debemos evitar.
Hacemos acepción de personas. No convivimos con ellas y cuando lo hacemos, les
damos bibliazos tomando un papel de "santos y perfectos".
Jesús amó a los pecadores.
No hay
forma de que podamos escapar de esta realidad: Él pasó mucho tiempo en compañía
de pecadores. En una escena, seguramente representativa de otras tantas, lo
observamos sentado a la mesa, rodeado de recaudadores de impuestos y pecadores
(Mateo 9). Los fariseos se escandalizaron por la aparente frivolidad de esta
costumbre, y lo descalificaron como «un hombre glotón y bebedor de vino, amigo
de recaudadores de impuestos y de pecadores» (Mt 11.19). No obstante, él
insistió que no había venido a llamar a los justos, sino a los pecadores,
porque «los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los que están
enfermos» (2.17). Los pecadores representaban la esencia de su misión.
Su firmeza
en este punto nos incomoda un poco en el contexto de la Iglesia que conocemos
hoy, porque la maldad que vemos en el mundo nos ha llevado a refugiarnos en
nuestras reuniones y relacionarnos solamente con aquellos que tienen los mismos
valores que nosotros. Frente a las manifestaciones más groseras de pecados
sentimos desesperación, como si fuera razonable esperar que un mundo en
tinieblas fuera mejor de lo que realmente es. Nuestra desilusión nos aparta de
aquellos que pretendemos socorrer. Cuando solamente esperemos del pecador una
conducta pecaminosa, sus acciones no despertarán en nosotros rechazo. Sospecho
que Jesús vivía rodeado de pecadores porque ellos sabían que él, sin avalar el
estilo de vida que llevaban, no los condenaba como personas porque
solamente se conducían tanto como su naturaleza se los permitía.
Jesús se movió entre los pecadores
Jesús
llevaba a cabo su vida y ministerio en los lugares donde estaba la gente. No
encontramos una sola instancia en los evangelios en que los discípulos salieran
a invitar a personas a una reunión con Cristo, ES DECIR CRISTO JESÚS NO “HACÍA”
campañas evangelistas, donde solo se mueven las emociones, más bien él se
encontraba con multitudes de necesitados a medida que transitaba por los mismos
caminos y frecuentaba las mismas reuniones que ellos. La calle proveía el marco
ideal para que el evangelio llegara a quienes nunca asistirían a una sinagoga o
se sentían excluidos del severo sistema religioso de los fariseos.
Hoy, 90% de
las actividades de la Iglesia tienen como objetivo la atención de los justos,
no de los enfermos. Ocasionalmente invitamos a los pecadores a que se acerquen
a nosotros para que puedan disfrutar de alguna bendición espiritual. La
mayoría, sin embargo, no participará nunca en una reunión evangélica. Nosotros
deberemos ir a los lugares donde ellos están. De hecho, todos los días estamos
en los mismos lugares, pero nuestra tendencia a creer que solamente en las
«reuniones eclesiásticas» se desarrollan actividades espirituales nos ha
llevado a descartar las mejores oportunidades para ministrarlos. Necesitamos
que el Señor vuelva a abrir nuestros ojos a la vida que transcurre a nuestro
alrededor para que, en el momento oportuno, podamos realizar nuestro aporte, en
el nombre de Jesús.
Jesús no excluyó a nadie
¡La lista
de la clase de personas que se acercaron a Cristo es extraordinaria! En ella
encontramos a un jefe de recaudación de impuestos muy odiado por el pueblo, a
una mujer que ya iba por su sexto marido, a un desagradable leproso, a una
mujer de mala vida, a un representante del enemigo y hasta a una cananea que,
sin modales algunos, lo siguió a gritos hasta que consiguió lo que le pedía.
Los improbables beneficiarios de la bondad de Dios, en las parábolas que
contaba, son personas tales como un despreciable samaritano, unos holgazanes
que trabajaron apenas una hora junto a otros que habían sudado el día entero, o
un hijo que malgastó la fortuna que su padre, con tanto sacrificio, había
juntado a lo largo de toda una vida de trabajo.
No cabe
duda de que cierta clase de persona hoy en día, como los homosexuales, las
prostitutas, los enfermos de SIDA o los transexuales, representan los estilos
de vida más alejados de la realidad que atesoran los que son de la casa de
Dios. No obstante, ellos también son bienvenidos en la familia del Señor. Nunca
lo sabrán, sin embargo, hasta que nosotros se lo mostremos. Lejos de pasar «al otro lado de la calle» cuando se cruzan en
nuestro camino, el Señor nos llama a extenderles la misericordia y compasión
que nunca han recibido de nadie.
Jesús estuvo dispuesto a que lo usaran
Pedro,
testificando de Cristo a Cornelio, afirmó que «Dios ungió a Jesús de Nazaret
con el Espíritu Santo y con poder, el cual anduvo haciendo bien y sanando a
todos los oprimidos por el diablo; porque Dios estaba con El» (Hch 10.38 LBLA). La frase
«hacer bien» capta la esencia del corazón del Padre el cual, según Lucas, «es
bondadoso para con los ingratos y perversos» (6.35). Los diez leprosos resumen
lo que fue la experiencia de Jesús a la largo de tres años de ministerio:
solamente uno de ellos respondió adecuadamente al regalo que había recibido del
Señor. Muchos le seguían solamente por el beneficio que podían obtener. No
obstante esto, Jesús ministró con la misma generosidad y bondad a cada uno de
ellos, sin poner condiciones para la recepción de estos regalos.
Nuestras
incursiones entre los perdidos muchas veces duran solamente el tiempo necesario
para establecer si se van a «convertir» o van a comenzar a «asistir» a nuestras
reuniones. No debe sorprendernos su falta de respuesta, pues ellos perciben que
tenemos intereses escondidos. La vocación de ser sal y luz en la tierra implica
el deseo de hacer bien a todos según uno pueda, sin importar la respuesta que
nuestros esfuerzos reciban. Podemos ser generosos con otros, porque, en
nuestras propias vidas, hemos recibido los beneficios de la misma
bondad inmerecida.
Jesús impulsó a los discípulos hacia un compromiso con otros
Cuando los
Doce lo animaron a que despidiera a la multitud para que fuera en busca de su
propio alimento Jesús los exhortó: «denles ustedes de comer» (Mt 14.16). A
pesar de que aún quedaba mucho camino por recorrer en el proceso de formación
de ellos, reunió primero a los Doce y luego a los setenta y los animó a hacer
por otros lo mismo que él estaba haciendo: los envió a proclamar la llegada del
reino, a expulsar demonios y a sanar enfermos (Mt 9 y 10). Poco antes de partir
se presentó entre los discípulos, ya resucitado, y les declaró: «como el Padre
me ha enviado, así también yo los envío» (Jn 20.21). En todo, Jesús buscó la
forma de combatir la tendencia natural en los hombres a pensar siempre en sus
propias necesidades.
El concepto
de que los pastores y líderes son los que tienen un «llamado» al ministerio
está tan fuertemente arraigado entre nosotros hoy que la congregación de los
santos se ha vuelto pasiva, espectadora del trabajo de unos pocos. La
responsabilidad de ministrar en un mundo necesitado, sin embargo, ha sido
entregada a todos aquellos que son parte de un «reino de sacerdotes» (1 Pedro
2.9–10). Debemos trabajar sin descanso para que cada uno tenga la misma pasión
y vocación de servicio que Cristo formó en los primeros discípulos. Cuando la
Iglesia completa se ponga en pie, ¡se habrá despertado un verdadero gigante!
Cuando
Jesús los oyó, les dijo: «La gente sana no necesita médico, los enfermos sí. No
he venido a llamar a los que
se creen justos,
sino a los que saben
que son pecadores».
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